lunes, 14 de septiembre de 2020

¿Qué se puede llamar cine chileno? - Por José Blanco Jiménez

Periodista, Universidad de Chile / Dr. en Filosofía, Universidad de Florencia.


Éste es un artículo de opinión y, por lo tanto, no tiene notas ni menciones bibliográficas (incluso evito los títulos originales para alivianar la lectura). Tampoco representa el parecer de los que me publican. Simplemente escribo lo que pienso y las conclusiones a las que he llegado después de más de medio siglo de actividad como filólogo y crítico cinematográfico.

Debería empezar por definir qué es ser chileno, pero pueden saber lo que pienso leyendo cuánto he escrito para https://contactodigital.cl. Además, si quiero poner un adjetivo nacional a un cierto tipo o estilo cinematográfico, debo establecer las características que lo identifican como tal.

Voy a partir por un cine que no deja dudas: el japonés. El director, productor y actores son japoneses; está hablado en japonés y las temáticas se refieren a la cultura japonesa. Además los hechos suelen ocurrir en territorio japonés u ocupado por los japoneses (como es el caso de El arpa birmana, de Kon Ichikawa, 1956).

Paso a uno menos definido: el norteamericano. Los productores son norteamericanos (casi siempre judeonorteamericanos), los directores son norteamericanos o avecindados en Estados Unidos, actores prevalentemente norteamericanos y está hablado en inglés. Lo que lo caracteriza son los géneros: el western (cuando se empezó a hacer en Italia se le llamó “spaghetti western”), la comedia estúpida (primero con pastelazos y después con protagonistas retardados mentales), la epopeya bélica (contra el enemigo de turno, al que aplastan o los hace morir con gloria). Las mejores realizaciones de otro tipo se sirven de directores europeos o los copian: dramáticas (Michael Curtiz), suspenso (Fritz Lang, Alfred Hitchcock), misterio y terror (James Wan).

Por temática y desarrollo, los británicos hacen gala de un humor fino, los franceses saben combinar el amor con el sexo, los suecos son reflexivos y sexualmente liberados, los italianos son autolesionistas. Pero estos últimos son difíciles de clasificar: un aristócrata milanés como Luchino Visconti no tiene nada que ver con un solipsista ferrarés como Michelangelo Antonioni, un socarrón lacial como Vittorio de Sica, un surrealista romañolo como Federico Fellini o un irónico toscano como Mario Monicelli.

Y ése es también el caso de los realizadores chilenos que – a pesar de ser nacidos en Chile y/o de padres chilenos – no están adocenados en una hilera de “creadores” todos iguales o que cumplen con las reglas de un “marco teórico” preestablecido.

Alicia Vega ya hizo un “re-visión” del cine chileno y Jacqueline Mouesca un “plano secuencia de la memoria de Chile”, que me parecen definitivos, dignos de encomio y que circunscriben el período que me interesa. Y, en efecto, los últimos 35 años me interesan poco porque se han caracterizado por una gran cantidad de producción de baja calidad y por un aumento de la farándula. Recuerdo esa tarde inolvidable en la que, terminando la exhibición del reestreno de El chacal de Nahueltoro, de Miguel Littin, don Roberto Parada se puso de pie en la sala y exclamó: “¡Éstos eran actores!”.

Me ha tocado ver mucha basura (y mucha otra no la he visto gracias a que no me han invitado a verla) y tiene un común denominador: son producciones para televisión y no para pantalla grande. Tal vez porque después es más fácil comercializarlas y porque esperan atraer público por las “estrellas” de la pantalla chica que allí aparecen. Con todo, aún existente buenas y buenos representantes de las tablas que saben hacer su trabajo, lo que es gratificante.

En mi opinión, Chile es, definitivamente, un país de actrices y no de actores. No voy a decir nombres para evitar susceptibilidades, pero los galancitos de más de metro ochenta son todos iguales así como las especialistas en mostrar busto y nalgas tienden a parecerse. ¿Un colofón? Nuestros mejores actores se han ido a triunfar al extranjero. Curiosamente, las actrices que han trabajado afuera son ignoradas en Chile y se les conoce más por su vida privada.

¿A qué es lo que quiero llegar?

1º - Una película no es chilena porque la dirige un chileno. Vean los casos de Raúl Ruiz, Miguel Littin o Gonzalo Justiniano. Sin embargo, han sido capaces de realizar películas intensamente chilenas. Entre paréntesis, Alejandro Amenábar nació en Chile, pero su formación y estilo son españoles.

2º - Una película no es chilena porque se filma en Chile, como es el caso de Estado de sitio (de Costa-Gavras, 1972), que transcurre en Uruguay.

3º - Una película no es chilena porque la acción transcurre en Chile, como es el caso de Llueve sobre Santiago (de Helvio Soto, 1975), que fue filmada en Bulgaria.

4º - Una película no es chilena porque trabaja una actriz chilena o un actor chileno en un papel secundario, como es el caso de Valentina Vargas en El nombre de la rosa (de Jean-Jacques Annaud, 1986) o de Patricio Contreras en Gringo viejo (de Luis Puenzo, 1989).

5º - Una película chilena no es la que gusta preferentemente al público chileno. Muchas veces es lo contrario: no ocurre lo mismo con el cine mexicano en México, argentino en Argentina o brasileño en Brasil.

¿Y qué es lo que caracteriza, entonces, al cine chileno?

Para mi gusto es aquél que tanto al público chileno como al público extranjero le da la impresión de estar viendo personajes que representan a tipos chilenos (hermosos, feos, buenos o malos que sean) y situaciones (cómicas, dolorosas, dramáticas o heroicas que sean). No puede ser una copia de lo que se hace en el extranjero adaptando las situaciones chilenas a otras foráneas para crear un producto comercial que se pueda vender. Debe ser un producto que represente lo que Chile es, no lo que podría gustar a los otros que sea.

Por ello, me parecen válidos títulos como El chacal de Nahueltoro, ya citado, y verdaderas joyas de nuestra cinematografía como Y de pronto el amanecer y Julio comienza en julio de Silvio Caiozzi, Sussi y Cabros de mierda de Gonzalo Justiniano, Valparaíso, mi amor de Aldo Francia, Largo viaje de Patricio Kaulen o Caliche sangriento de Helvio Soto. Además de estar hablados en nuestra lengua (pero no en una jerga inentendible) tienen ese toque de picardía que es tan necesario.

En este brevísimo resumen, no están todos los que son ni son todos los que están, pero creo que – en el momento de separar la cizaña del trigo – el buen elemento deberá prevalecer.

¿Que acaso ése es un cine que describe la miseria? Lo dijo Stendhal cuando lo criticaron por describir la realidad francesa del siglo XIX: si él muestra con un espejo que los caminos están en mal estado, no es culpa de él; deben enojarse con la Dirección de Vialidad, que no repara los caminos.

Tal vez por eso, por muchos años, la película chilena más exitosa fue Ayúdeme usted compadre (de Germán Becker Ureta, 1968), que no es más que un extenso espectáculo televisivo, financiado en la época de Eduardo Frei Montalva, que desarrolló una fuerte política de propaganda. Ahora es una antología del recuerdo que, sin embargo, no muestra problema alguno de los que el gobierno estaba tratando de solucionar.

De los últimos tiempos, también han tenido buena taquilla Sexo con amor (de Boris Quercia, 2003) que se apoya en el sexo y los desnudos y Stefan v/s Kramer (de Sebastian Freund y Stefan Kramer, 2012), que tiene su base en el histrionismo del actor e imitador. Al final de cuentas, se considerarán piezas de museo o el buen negocio que fueron, pero – me temo – no trascenderán. ¿Y qué más da?

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