sábado, 26 de septiembre de 2020

El Club - Por José Blanco Jiménez

Pablo Larraín (director) y Juan de Dios Larraín (productor) – hijos del actual senador Hernán Larraín – han optado por hacer buenas películas que, en la superficie, aparecen como denuncias a situaciones histórico-sociales acaecidas en Chile, pero que tienen segundas lecturas. Son ésas, precisamente, las que les otorgan una universalidad que (unida a buenos contactos políticos y de marketing) les ha permitido presentarlas en competencias mundiales. 

Así como Tony Manero presentaba al asesino que, durante y después de la Dictadura, convive en simbiosis con la gente honesta, hipnotizada por el circo de la televisión; así como Postmortem era la autopsia de una vida sin proyectos ni ambiciones, aplastada bajo la bota militar; así como No era la constatación de que el triunfo del plebiscito no fue más que un montaje propagandístico que permitió la continuación del régimen neoliberal al más puro estilo de Il Gattopardo. Así, El club muestra cómo la Iglesia Católica – a través de una compacta red de encubrimiento – protege a los curas pedófilos, colaboradores de los “excesos” del “régimen anterior” o traficantes de recién nacidos.

Pero la película es mucho más. Al comienzo recuerda al espectador que “Dios separó la luz de las tinieblas” y, como todos saben, la luz es buena. Pues bien, los habitantes de esa casa ubicada en la playa de La Boca, se esconden y viven en un mundo de tinieblas.

El suicidio de un sacedote, provocado por un vagabundo, provoca una investigación por parte de un psicólogo jesuita. Y el guión toma un corte policial, que recuerda los filmes sobre la mafia basados en novelas Leonardo Sciascia. Pero hay más: la música ejecutada en violoncelo trae a la mente A través de un vidrio oscuro de Ingmar Bergman, el uso del perro galgo para carreras hace recordar al gallo de El coronel no tiene quien le escriba de Gabriel García Márquez, la violencia irracional remueve en la memoria secuencias de Luchino Visconti (Rocco y sus hermanos) y de Stanley Kubrick (La naranja mecánica). Al final, los que pagan son siempre los más débiles, pero el que gana es el que manipula mejor: chantaje, soborno, complicidad son normas de vida para estos personajes tenebrosos.

Y un digno colofón: la panorámica final de la casa de dos pisos es un homenaje al Motel Bates de Alfred Hitchcock.

Los hermanos Larraín trabajan con un grupo afiatado de actores: Alfredo Castro, Antonia Zegers (la “hermana” carcelera, con pasado misionero y actual promotora de las carreras caninas), Marcelo Alonso, Jaime Vadell, Paola Lattus (que ofrece un desnudo integral a sus admiradores), Alejandro Goic, Francisco Reyes y José Soza. A ellos hay que agregar al comburente personaje de Roberto Farías y a un extraordinario Alejandro Sieveking. Este último interpreta a un personaje que es todo un símbolo de El club: deteriorado por el alzheimer representa el olvido, la pérdida de la identidad y – por sobre todo – la impunidad.

(El Club. Chile, 2015)

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