viernes, 11 de septiembre de 2020

El viento sabe que vuelvo a casa - Por José Blanco Jiménez

Un director, en busca de materiales para una futura película, descubre el mundo de los chilotes, diferente del resto de otros habitantes de Chile debido a su insularidad. 


Ignacio Agüero (Nacho para los amigos) ha sido siempre un cineasta poco grato a los que detentan el poder. Después de algunos cortometrajes, se dio a conocer con Cien niños esperando un tren (1988), que mostraba la labor de Alicia Vega en las poblaciones de extrema pobreza, enseñando cine. Entonces existía el Honorable Consejo de Calificación Cinematográfica, que no se atrevió a rechazarlo, pero – como una medida de boicot – lo aprobó “para mayores de 21 años”. Era una realidad que molestaba, así como molestó Aquí se construye (o Ya no existe en el lugar donde nací), del 2000, en el que se ve cómo van desapareciendo los barrios bajo la aplanadora del “progreso”.

Y molestó más aún El diario de Agustín (2008), acerca del poder de “El Mercurio”, cuya exhibición no fue prohibida, pero sí obstaculizada: primero, compraron la película para guardarla y luego la dieron por televisión a un horario obsceno.

En El viento sabe que vuelvo a casa, Agüero (nacido el 07 de marzo de 1952), figura como personaje. Tiene experiencias como actor, entre ellas en la película El cielo, la tierra, y la lluvia (de José Luis Torres Silva, 2008). Y es precisamente este director el que quiso seguirlo en su viaje a la isla Meulín, donde concurrió para reunir material (incluido un casting de lugareños) que debería utilizar en su primer filme de ficción.

Es así que lo vemos como un Federico Fellini sin sombrero y sin los conflictos mnemónicos del gran realizador de Rimini. El documentalista es, por sobre todo, un preguntón que recibe una sopa de su propio chocolate. Por ejemplo, cuando una señora que trabaja en la cocina de su casa, le dice que no es ella la que debe decirle con quién debe hablar, sino que es él quién debe buscar.

Mientras se empecina en buscar información acerca de una pareja de enamorados que se fugaron y desaparecieron en un bosque, descubre que la isla está dividida en dos sectores antropológicamente distintos: por un lado están los de origen europeo y mestizo; por el otro están los indígenas. Y es uno de tantos descubrimientos de una realidad insularizada.

Torres trabajó por tres semanas en un lugar que parece estar fuera del tiempo, lo que se ve enfatizado por los planos secuencia y los largos silencios. En la isla no falta nada, ni siquiera la luz eléctrica, pero la vida sigue sin dejar trazas de sí. Una anciana señora, por ejemplo, cree que uno de sus hijos lejanos dejó de escribirle porque está enojado con ella.

Tal vez sea la confirmación de la creencia mítica de que el mundo no fue creado ni tendrá término, que es parte de la cosmovisión de los indoamericanos que se vieron obligados a habitar en una realidad geopolítica llamada Chile.

(El viento sabe que vuelvo a casa. Chile, 2016)

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