Stanley Kubrick dejó la vara muy alta con 2001: odisea en el espacio (2001: A Space Odyssey, 1968), al punto de que – cuando la vi hace ya medio siglo – pensé: “este director no va a poder realizar otra película más en su vida, porque tocó el infinito”. No fue así, porque siguió sorprendiéndonos con otras obras maestras, pero lo que sí es cierto es que rayó la cancha en lo que a ciencia ficción se refiere.
En este viaje “hacia las estrellas” de James Gray, las referencias son múltiples: la llegada a la luna, los corredores iluminados. Pero no faltan los destellos de otras películas como Alien (de Ridley Scott, 1979) con la señal que viene del espacio y el sucesivo ataque dentro de la nave.
El argumento de esta película es muy sencillo: el mayor Roy McBride (Brad Pitt) debe dirigirse a la órbita de Neptuno para neutralizar un campo eléctrico que está amenazando a la Tierra con descargas de antimateria. ¿Y por qué Roy? Porque su padre Clifford (Tommy Lee Jones), pionero y héroe espacial, que fue enviado a ese planeta, perdió contacto hace 29 años, pero podría estar aún con vida. Es más, podría ser el responsable de las perturbaciones.
En términos homéricos, Roy es un Caballo de Troya, pero también un Ulises que intenta regresar a su hogar. Y, en ese sentido, no se trata sólo de un lugar físico, sino de un reencuentro con el padre ausente. En las producciones dirigidas por Gray, ese sentido de la ausencia se relaciona con la búsqueda obsesiva de algo que hace falta y con la imposibilidad de huir del propio pasado. Cito sólo dos ejemplos: en La ciudad perdida (The Lost City of Z, 2016), Fawcett buscaba una civilización perdida con la esperanza de que fuera mejor que aquélla en la que vivía; en Los dueños de la noche (We Own the Night, 2007), el gángster no puede separarse de la tradición policial de la familia.
No necesito contar la película para reflexionar sobre ella. El rescate de lo que podría quedar de una expedición que buscaba vida inteligente, pero en realidad el tratar de evitar el fin de la Humanidad, se transforma en un viaje íntimo parecido al del personaje de Joseph Conrad, que remonta el río en Corazón de las tinieblas. McBride está a la deriva en esa realidad que no tiene ni arriba ni abajo. Y en la soledad hay algo de Solaris (de Andrei Tarkovsky, 1972), con las referencias a la esterilidad afectiva que sí puede extinguir a la raza humana.
Se trata de una búsqueda metafísica de lo que une y separa universos antinómicos, que dividen hombres y mujeres, padres e hijos. Los intereses políticos, que se ocultan y mueven los hilos de lo que debe permanecer secreto, entran en connubio con la pulsión nihilista con el espacio como tumba y la voluntad de vivir regresando al hogar. Es así como el protagonista es capaz de guiar la nave manualmente y alunizar, porque el hombre es siempre el centro de gravedad. El cosmonauta – en el silencio del espacio – representa la desesperación del debatirse entre la fidelidad con la historia familiar y romper con la ley paterna. ¿Se puede escribir páginas propias? ¿Hay que sufrir el propio destino o se debe intentar dominarlo? Y estas interrogantes conllevan siempre el dolor de aceptar ser adulto.
La mejor película que he visto en lo que va corrido de este año 2019.
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miércoles, 25 de septiembre de 2019
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