El sello Luc Besson anuncia siempre violencia desmedida al punto de que, en ciertos momentos, da la impresión de estar viendo un videogame. Sin ir más lejos, en esta película, es lo que el espectador cree estar presenciando en la secuencia del restaurante, cuando la protagonista se enfrenta sola a una cincuentena de peligrosos individuos armados.
La película, en el fondo, es una nueva versión de Nikita (pronúnciese Nikitá; 1990). No se trata ahora de una futura bailarina de ballet, sino de una modelo de aspecto anoréxico (Sasha Luss), que tuvo un pasado terrible entre drogadictos y delincuentes. La acción ocurre cuando la Guerra Fría está plenamente vigente y la Unión Soviética en decadencia. Y, para dejarlo en claro, la acción empieza con el arresto y ejecución de todos los miembros de la CIA que están en Moscú, lo que culmina con una macabra encomienda.
Anna (nombre palíndromo o capicúa si les resulta más fácil) es una frágil rubiecita que es rescatada del lumpen por un agente de la KGB (Luke Evans, el serial killer de Nadie sobrevive – No One Lives, de Ryūhei Kitamura, 2012), que la “invita” a incorporarse al servicio de espionaje. ¿Por qué la escogieron? Nunca se explica, pero es una mujer atractiva y – según parece – manipulable.
El relato se desarrolla a través de continuos flashbacks y flashforwards, pero sin la eficacia de un Christopher Nolan: más bien me recordó algunas películas de los años ’60. Y la caracterización es la de un James Bond femenino, así como han lanzado el personaje de la Atomic Blonde (de David Leitch, 2017) a cargo de Charlize Theron.
Está claro que una muchacha así mata sin piedad y practica el sexo lésbico, incluso para alejar los avances de los varones. Pero también hace el amor heterosexual con una rabia y una descarga de hormonas que da miedo.
En sí, es personaje ya es bastante caricaturesco y tiene como contorno a otros tantos: la jefa (una Helen Mirren que recuerda a la Rosa Klebb de From Russia with Love, de Terence Young, 1963), un director de la KGB con aspecto de enajenado mental (el belga Eric Godon) y un jefe de la CIA (Cillian Murphy, con sus transparentes ojos de psicópata).
Más que la Dominika Egorova de Jennifer Lawrence en Red Sparrow (de Francis Lawrence, 2018) o la superdotada Lucy, que interpreta Scarlett Johansson en la homónima cinta también de Luc Besson (2014), la misma Anna – que cambia a cada rato de peluca, de maquillaje y de identidad – se autodefine como la última de una serie de matrioskas rusas, que lo único que quiere es recuperar su libertad después de haber servido de sicaria y de cuerpo de placer al servicio de las grandes potencias.
Luc Besson (de quien recuerdo también Valerian y la ciudad de los mil planetas – Valerian and the City of Thousand Planets, 2017, con una olvidable Cara Delevingne) se ha transformado en un Pigmalión misógino y, en este caso, entrega una historia que tiene el sabor de cosa vista y colaudada, que parece venir a resolver problemas de caja de su productora cinematográfica.
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miércoles, 21 de agosto de 2019
Anna: el peligro tiene nombre - Por José Blanco Jiménez
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