domingo, 13 de diciembre de 2020

Harley Queen - Por José Blanco Jiménez

Una película con estructura de documental, que describe – sin emitir juicios de valor – una existencia mínima y precaria, que lleva a reflexionar filosóficamente acerca de la sociedad neoliberal. Se puede ver en centroartealameda.tv y en redsalas.cl. 


Recuerdo siempre ese paso de Stendhal en el que afirma que, si habla del mal estado de los caminos, el lector no debe enojarse con él, sino con el Departamento de Vialidad. Carolina Adriazola y José Luis Sepúlveda (de quien comenté El siciliano, que dirigieron junto a Claudio Pizarro) no pretenden dictar cátedra ni hacer crítica social: simplemente presentan la vida cómo es y cómo escurre, de la misma manera que la cámara muestra calles y edificios que pasan veloces frente a los ojos del espectador. 

Carolina Flores es una mujer maltratada por la vida: se le murió un hijo, tiene una pequeña y vive desde hace 14 años con un joven sin grandes aspiraciones. Ella siente que está dejando atrás la juventud y – al igual que una amiga suya que quiere ser carabinera – le interesa independizarse. La película empieza con una sesión de fotos, que toma un amigo suyo neonazi, del que no se conoce otra actividad que hacer ejercicios con accesorios fitness.

Prueba organizar tours de “actividades paranormales” (cuyas tomas, con obvia ironía, recuerdan las películas homónimas y ciertos programas proletarios de televisión, además de la Bruja de Blair) y usa las redes sociales, pero sin grandes resultados. A pesar de que no tiene un cuerpo espectacular, decide trabajar como “stripper” con el personaje de “Harley Queen”, o sea (con el apelativo de “Reina”) una transparente parodia de la “Harley Quinn” de los DC Cómics, que interpreta Margot Robbie y sus pequeñas nalgas. Aquí, para los voyeristas, las nalgas no faltan, puesto que Carolina debe estudiar en una escuela de bailarinas del caño, lo que da ocasión para otras simpáticas secuencias de preparación profesional.

La protagonista vive en Bajos de Mena, un sector de Santiago de Chile, cerca de Puente Alto, particularmente golpeado por la desigualdad social. Hace algunos años yo dictaba clases en la Escuela de Derecho de la Universidad San Sebastián y recibimos la visita de Claudio Orrego, entonces Intendente de la Región Metropolitana, que – en un PowerPoint – mostró el enorme territorio que ésta abarca. Y Bajos de Mena era prácticamente un “ghetto” separado del mundo, construido sobre un basural junto a un cementerio con casas y departamentos precarios, que han visto toda su fragilidad en los terremotos y la pandemia.

El alcalde aparece para dar explicaciones sólo después de una desgracia, como puede ser un incendio; la LABOCAR (Departamento de Criminalística de Carabineros de Chile) para recoger la denuncia de un hecho delictual, incluso el envenenamiento de las mascotas. Mientras tanto, la que sí interviene es la cámara que – al mejor estilo de la nouvelle vague – sigue a los actores por calles, escaleras e interiores. Y los resultados son notables. Recuerdo sólo dos: una persona que entra por una ventana y la nostálgica visión de la lluvia a través de un vidrio trizado.

Está claro que no es una película agradable por su contenido, pero se deja ver por la fuerza que impone la protagonista y por los toques de humor negro. En ese ámbito de población, en el que no falta el último electrodoméstico dentro de los cascarones de los hogares, el último modelo de celular en la mano o el último modelo de auto en las calles, se expresa lo que Arthur Schopenhauer ya escribió en 1819: “La vida es un anhelo opaco y un tormento”.

Para el filósofo alemán, la representación de la realidad es una mera apariencia de la Voluntad, que es el verdadero motor de la historia. La realidad no evoluciona en profundidad, por ello los bienes materiales impuestos por el neoliberalismo terminan por aburrir y se vuelven desechables. Recuerdo que un sacerdote dijo en plena dictadura cívico-militar que era un error que la publicidad asegurara que la felicidad era tener un televisor o un equipo de música. Bajo la superficie de la realidad están la vejez y la muerte.

En efecto, no son los bienes materiales los que dan la felicidad, pero – al menos en la película - las alternativas no son muchas. La misma conciencia feminista de la “Harley Queen” es agresiva: “El poto es mío y se lo doy a quien quiero”. Un desagradable episodio en el parque funerario, la confección de las hallullas temprano en las mañanas después de esperar el bus en plena noche, el baile con la foto del hijo muerto (que no es lo mismo que bailar en el caño, “que no es teatro sino sensualidad”).

Un Acuerdo de Unión Civil, que podría transformarse en matrimonio, rubrica lo provisorio de la existencia. Y esa nueva vida se inaugura con una pateadura al ex conviviente repudiado.

¿Y nosotros qué tenemos que ver? ¡Nada! No somos del Departamento de Vialidad, que debe reparar esos caminos en mal estado.

(Harley Queen. Chile, 2019)

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