miércoles, 6 de noviembre de 2019

Midsommar - Por José Blanco Jiménez

La película se puede dividir en tres actos.

Primero: Dani (Florence Pugh), después de recibir llamados de auxilio de su hermana bipolar, se entera del suicidio de ella y de sus padres, asfixiados por el gas de descarga de su automóvil. Vuelca su desesperación en su novio Christian (Jack Reynor), un mentiroso que trata tanto de terminar con ella como de aprovecharse del trabajo de tesis de un amigo.

Segundo: Ambos, junto a otros dos muchachos, aceptan la invitación del compañero sueco Pelle, (Vilhelm Blongren) para visitar su pueblo natal, que celebra una fiesta tradicional con motivo del solsticio. Llegan a un lugar alejado de cualquier ciudad y, desde un comienzo, tienen problemas de adaptación con sus habitantes, que visten túnicas blancas y se comportan con actitudes extrañas.

Tercero: Se precipita el desenlace, que evidencia las verdaderas intenciones de Pelle y se cumple el destino de Dani.

Todo esto se presiente desde un comienzo y el espectador comprende que no habrá vuelta atrás: el destino de los protagonistas está escrito y se puede aceptar sólo con terror o con resignación. La estructura es la de los ritos de la tragedia griega, con grandes escenas corales que incluyen danzas y ectopirosis final.

Además, los varones representan al norteamericano medio, incluyendo naturalmente a un afro: el ya mencionado oportunista, un cínico con objetivos inclaudicables y un transgresor rebosante de hormonas. En el fondo, viajan para comprender mejor sus represiones y huir de los terrores que se esconden dentro de los muros domésticos. Son un coacervo de egoísmo y falsedad, que se sustenta en pseudovalores superficiales, contraponiéndose precisamente una Dani transparente que busca la resiliencia de su luto reciente. Y lo conseguirá en otra dimensión, separada de una sociedad fallida, que se rige por leyes fallidas.

Ari Aster, que ya sorprendió con El legado del diablo (Hereditary, 2018) y sus referencias al satanismo y el espiritismo, plantea - como acota el subtítulo publicitario - que el miedo no surge siempre en la obscuridad: de hecho, en esa latitud, el sol en esa época no se pone casi nunca. Como en El culto siniestro (The Wicker Man, de Robin Hardy, 1973 y remake de Neil Labute, 2006) o en La aldea (The Village, de M. Night Shyamalan, 2004) se trata de una realidad paralela inquietante, que genera temor. Pone a jóvenes del siglo XXI dentro de un mundo pagano, que ellos quieren analizar antropológicamente desde afuera, pero terminan succionados por éste con sus runas, sus sacrificios humanos y sus ritos de fecundación. ¿Y es que acaso el mundo “moderno” no ha adolecido y adolece de prácticas similares? ¿Por casualidad los ancianos no terminan suicidas para no ir a un asilo? ¿No se efectúan matrimonios por interés en los que el amor no tiene cabida? ¿No es natural drogarse para buscar paraísos artificiales?

Dani acepta su situación y se libera de sus cadenas terrenales, abrazando el dolor y la desesperación que le otorga una nueva forma de hedonismo, que tal vez algún día pueda revertir.

(Midsommar. USA / Suecia / Hungría, 2019)

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