miércoles, 1 de julio de 2020

Tres tristes tigres - Por José Blanco Jiménez

Hay obras que se anticipan a su tiempo. Tres tristes tigres fue realizada en 1968 y da la impresión de una película ambientada en ese año, pero filmada en 2020. Me explico: es el lenguaje cinematográfico el que parece actual y el relato parece reconstruido como de esa época. Es la magia de Raúl Ruiz, que crea películas imperecederas y completamente válidas para la época en que se coloca su relato. Un clásico no pasa nunca de moda y éste… ¡es un clásico!

Confieso que he visto el film por primera vez y que nunca vi la obra teatral de Alejandro Sieveking. Ello me dio la maravillosa oportunidad de poner frente a ella como espectador sin prejuicios y no siendo ya el universitario veinteañero que era cuando se estrenó.

Dejando de lado las implicancias políticas, que dan origen a la violencia (la golpiza final, la discusión en el bar), me interesa más seguir el coherente discurso semiótico de la cinta. Éste va más allá de la obra teatral e incorpora una serie de señales indesmentibles.

Empecemos por las botellas. Hay un billete dentro de una de ellas y nunca sabremos (como en las películas de Buñuel) por qué llegó allí; Lucho construye un mapa de Santiago con botellas vacías (es una secuencia alucinante) en el bar de mala muerte; se bebe a destajo (en vaso o en la botella misma, sea en el departamento sea en la pensión sea en el terminal de buses).

Sigamos con el striptease. Amanda, la protagonista, se dedicaba a éste y, ya cuarentona, había sido obligada a retirarse. En una secuencia - insertada aparentemente sin razón, pero verdadera crónica de la época - un empresario o periodista muestra fotos auténticas de desnudistas (Elsa Moreno, Mamón Duncan, “la argentina buena para los puñetes” y varias más), que atiborraban las páginas del “Clarín” y de revistas como “Escándalos”. En el “cabaret”, se presenta un striptease proletario integral de ésos de “fulanas que salen a empelotarse” y que termina con el público que se para de las mesas y circula como si no hubiera pasado nada.

Otro símbolo recurrente es la hora. Se pregunta en todo momento y parece que nadie tuviera reloj. Y la verdad es que los personajes deambulan sin tener conciencia del tiempo. De hecho, Tito irresponsablemente no lleva unos documentos importantísimos para su jefe, porque prefiere emborracharse con su hermana y un “amigo” fortuito.

Last not least es la ciudad. Un documento irrepetible, que incluye una travesía desde Conchalí hasta Providencia durante los créditos del inicio y una calle comercial repleta de pequeños negocios antes del final, nos muestra un Santiago que ha ido desapareciendo: casas bajas construidas con materiales poco sólidos, letreros precarios, ausencia de jardines, vías estrechas para la escasa movilización.

Las actuaciones son espléndidas, pero prefiero no citar nombres. Los que viven son los personajes y sus actitudes. La cámara, al estilo de la nouvelle vague, se introduce en espacios ínfimos, como el departamento de Rudi y/o de condiciones pésimas de iluminación, como el “servicio higiénico” del bar (con auténticos graffiti). Y cada toma es una denuncia, abundando las secuencias de antología. Un solo ejemplo: la receta de don Anselmo resulta terrificante para uno que no es cocinero.

La actual cuarentena y el estallido social han quitado el velo al sistema neoliberal y su anomía. Esta última está largamente evidenciada ya hace más de medio siglo en el anhelo trepador y escapista de los tigres tristes, que comen el trigo trillado que pueden en un trigal condenado a perdurar ante la indiferencia de la clase dirigente.

Gracias a la Cinémathèque Française, puede verse en Internet. Para encontrarla más rápidamente, aconsejo buscarla primero en www.cinechile.cl

(Tres tristes tigres. Chile, 1968)

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