martes, 21 de julio de 2020

Julio comienza en julio - Por José Blanco Jiménez

La fábula de esta película es casi una anécdota. Dejando de lado los acertados intentos neorrealistas de Aldo Francia, Patricio Kaulen y Helvio Soto, Silvio Caiozzi fue en busca de un argumento de corte criollista, capaz de retratar a la oligarquía, como lo había hecho de manera afrancesada un autor como Alberto Blest Gana. 

Escribiendo acerca de Julio comienza en julio, después de verla nuevamente 40 años más tarde, la elevo a la condición de “clásico” y me siento libre de las rémoras tanto de los premios que le concedieron como de los críticos que vilipendiaron la película para sentirse bien ellos apoyándose en otras opiniones de ilustres desconocidos. 

Evito citar personas, porque lo que va a trascender son las imágenes y el sonido, no sus realizadores; los personajes, no las o los intérpretes. Mi análisis pretende sólo identificar la perspectiva ya plasmada del mensaje artístico.

Al respecto, recuerdo que – en el cine – el público comentaba la aparición de una actriz o de un actor, porque estaban vetados en televisión y sólo se los podía ver en las representaciones teatrales. Además, Julio García del Castaño y su hijo Julio están interpretados por no-profesionales, que han permanecido como tales.

El toque morboso lo da la ya tan retratada “educación sentimental” de un adolescente. Porque, si en ambiente urbano o de grupos medios el niño se hace hombre llevándolo a una casa de prostitución, aquí el “pater familias” trae el prostíbulo a su casa. Y es fácil que un jovencito caiga en las redes de una profesional del sexo, aunque ella no lo desee.

Al final, el padre grita al hijo “¡Ésta es la realidad!”. Y no cabe duda que habla de “su” realidad, la única que existe, donde no se mueve la hoja de un árbol sin que él no lo sepa (la frase, por si acaso, no es del filme, sino del Inca Atahualpa). La regenta ha advertido a Julito antes de hacerlo mirar por el agujero oculto: “¡Usted sabe quién manda!”.

Pero esa realidad, que para el espectador puede ser poco agradable, es la única válida en ese régimen feudal, encabezado por un sujeto con aspecto de senador de otros tiempos, capaz de manejarlo todo incluso dentro de un cajón de vapor del que emerge sólo su cabeza.

Y lo acompaña un séquito, que me recuerda el de don Rodrigo, en Los novios de Alessandro Manzoni, en la Lombardía del siglo XVII, ocupada por los españoles. Esos viejos crápulas, el abogado servil y condescendiente, la madre e hija como preciosas ridículas podrían ser maquetas y, en cambio, ¡no! Caiozzi hace de ellos personajes reales y vivientes, como lo son los esforzados campesinos, obligados a construir iglesias en su día de descanso. El único capaz de liberarse es el preceptor que, pasado de copas, es capaz de enrostrar al amo su inveterada prosopopeya y “mandarse a cambiar”.

La ambientación es extraordinaria. No sólo la dirección artística con los viejos muebles y la sordidez de la choza de la joven prostituta, con el vestuario, peinados y maquillaje, sino las escenas de exteriores con la presencia de los caballos (hay una peligrosa carrera de carruajes), del payador (verdadero en la vida real) y la pelea de gallos (que – con gusto buñueliano – se alterna con el coito).

Se siente la presencia de la religión como colaboradora del poder. El cura es, en realidad, el capellán del fundo y controla las conciencias con su dialéctica y la confesión. Los franciscanos buscan el poder temporal tanto como el patrón del fundo. El rosario es todo un símbolo: don Julio lo trae de regalo para los inquilinos; Julito regala el de su abuela a la que quiere que “sea su esposa”.

Me mantengo lejos de la crítica fácil, como la de corte marxista o de los que se escandalizaron por el tema sexual. O de los quisieron ver una alegoría de la Dictadura. Se trata de una obra que funciona desde el punto de vista semiótico y Caiozzi es particularmente cuidadoso en los detalles, entregando señales permanentemente, que conservan toda su validez. Y esto a partir del comienzo, con el desfile de retratos familiares, las imágenes de la vieja moribunda y el muchacho que se despierta. Todo aparece digno del talento del Goya más tenebroso. Lo mismo dígase del uso del lenguaje, cuidadosamente escogido, donde no sobra ni falta siquiera una palabra.

Si la vieron, ¡véanla de nuevo! La sentirán incluso más válida que cuando la disfrutaron (o sufrieron) la primera vez.

(Julio comienza en julio. Chile, 1979)

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