jueves, 1 de febrero de 2018

La forma del agua - Por José Blanco Jiménez

Apenas vi la película, me acordé cuando Marilyn Monroe – en La comezón del séptimo año de Billy Wilder (The Seven Year Itch, 1955) – termina de ver El monstruo de la Laguna Negra (Creature from the Black Lagoon, de Jack Arnold, 1954) y – antes de que se le levante la falda con el aire del Metro - dice a Tom Ewell que la criatura era una pobre víctima necesitada de afecto.

Y ésa es justamente la tónica, que parte del arcano relato de La Bella y la Bestia, tradición francesa que se remonta a El asno de oro de Apuleyo (siglo II d.C.) y que tuvo su primera versión cinematográfica con Jean Cocteau (1945). Y no hay que olvidar los varios King Kong (a partir de 1933: Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedak), el monstruo de Frankenstein (James Whale, 1931) y el mismísmo E.T. (Steven Spielberg, 1981).

Guillermo del Toro, esteta de la fealdad, desarrolla el relato de la manera que le es peculiar: exagerando maniqueamente la diferencia entre buenos y malos; exponiendo a los débiles ante la prepotencia de los fuertes. Valgan tres ejemplos: El espinazo del diablo (2001), El laberinto del fauno (2006), Crimson Peak – La cumbre escarlata (2015).

En La forma del agua, los débiles están representados por los “diversos”, marginados de la sociedad; los fuertes por los “respetables integrados”. Los primeros son: una muda, una afroamericana, un gay y un monstruo. Los segundos: un jefe de Inteligencia despótico, un general de cinco estrellas, violentos espías rusos.

Elisa, la joven muda, es empleada de la limpieza en un laboratorio de Baltimore junto a Zelda, la afroamericana que lucha por sus derechos. Ambas descubren que en una alberca tienen prisionera a una criatura anfibia capturada en Amazonas. Allí se le veneraba como una divinidad; aquí se espera utilizarla en la carrera espacial, que se está llevando a cabo durante la Guerra Fría.

La protagonista, que tiene sólo amistad con su vecino, un viejo dibujante homosexual discriminado en el trabajo, se siente identificada con ese cautivo, que demuestra sensibilidad e inteligencia. Y ello tampoco pasa inadvertido a un científico soviético infiltrado, que prestará su ayuda por razones completamente distintas.

Para seguir las vicisitudes de esta historia, el espectador debe entrar en la magia de la situación, como ocurría en La dama en el agua de M. Night Shyamalan (Lady in the Water, 2006). Contrariamente a las películas clásicas de horror, los recursos estilísticos de otras películas adquieren una nueva connotación. Verbigracia: la mano que surge de la piscina para tomar el huevo no provoca miedo, sino ternura. Los cuerpos que se unen para hacer el amor en un “coitus vetrticalis” generan tanta tensión erótica como la de los más bellos presentados en el cine: y son los de un “monstruo” escamoso de 1.92 m con una mujer de piel blanquísima, que mide 1.57 m.

A este respecto, debo hacer otra cita intertextual. La actriz Sally Hawkins, en su sencilla desnudez, me recuerda a otra muda, interpretada por Holly Hunter (de la misma estatura) en La lección de piano (The Piano, de Jane Campion, 1993): ambas parecen estatuillas de marfil.

En síntesis, creo que Del Toro no busca exorcizar los miedos, sino vivirlos. La violencia de la Historia se estrella con lo imaginario mitológico y, al final, en el silencioso mundo acuático puede estar la salvación de la Humanidad. No hay que olvidar que el agua asume la forma de su continente.

Es una película romántica y creo que como tal hay que disfrutarla.

(The Shape of Water. USA, 2017)

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